Soy videojugador desde los 10 años, desde esa edad no he parado de maravillarme con los universos que entregan los videojuegos; en un principio era sólo entretención, pasar las etapas, vencer grandes enemigos, competir o colaborar con algún amigo. Con el tiempo, eso fue cambiando y me empezaron a llamar la atención otros aspectos del videojuego: su lado visual y auditivo, a veces podía quedarme mirando una escena o los detalles que había en los escenarios por largo rato, sin tocar el control. Detalles como las gotas de agua que rebotan en un traje mecánico o la música que te introduce y te hace partícipe de lo que a veces no se ve. El videojuego empieza a desarrollar su propio lenguaje. Y esto lo hace a partir de la interactividad con el jugador. Se dice que los grandes juegos, casi no te dicen lo que tienes que hacer, en ese sentido los videojuegos abren múltiples posibilidades de explorar, imaginar, resolver problemas de forma rápida o incluso tolerancia a la frustración. La memoria colectiva que se teje en torno al jugar un videojuego, desde mi persona, se vivió junto a mi tío de 70 años, que me llevaba a arrendar videojuegos a Videoclubes de barrio, donde además existían películas, abarrotes y hasta verduras. En otro caso, y quizás el más emblemático era Game House, que estaba en Viña del Mar, y donde el dueño era japonés. El año 2018, Shigeo Nakasawa, el dueño, falleció y la tienda apagó el neón de su vitrina. En el funeral nos encontramos muchos videojugadores que por años asistimos a esa tienda a arrendar y comprar los videojuegos de nuestra infancia, juventud y adultez. Los imaginarios de quienes jugamos videojuegos se funden con quienes los crean. Porque el juego ha sido parte del inicio de nuestra vida, y aún sigue estando ahí, todo el tiempo

“Creadores” viene a mostrar ese lado de los videojuegos, ese lado mágico que pocos conocen; a entender cómo están hechos, y a transmitir la pasión, visión y vivencias de quienes los desarrollan.